NO TE VERÉ MORIR, Antonio Muñoz Molina
¿QUÉ ME GUSTA DE ESTE LIBRO?
Quienes tenemos la suerte de pertenecer a la Cofradía de Admiradores de AMM, advertimos en su última novela algunas de las características narrativas que lo han convertido en uno de los escritores actuales más significativos: las oraciones rítmicas de período largo; las recurrencias temáticas del mundo musical y pictórico; una prosa que bucea en el recuerdo; la sagacidad y la sutileza para abordar temas sentimentales; una originalidad cada vez mayor en la contención de la palabra; y la reducción de la anécdota en favor del estilo, entre otras.
Una vez que los lectores acepten el engaño y la verosimilitud del argumento que AMM propone en su novela, podrán disfrutar del análisis de los sentimientos amorosos (como el amor imposible entre Adriana Zuber y Gabriel Aristu); agradecerán una prosa que recrea la grisura del franquismo inicial; reconocerán el marco ambiental de esa parte de América que tan bien conoce su autor; valorarán el juego de voces narrativas que cambian en cada capítulo; gozarán de la presencia y del sentido que se le concede a la música, siempre Bach, Pau Casals, Albéniz…
AMM ofrece una obra reconocible, contenida, que gustará a sus fieles y que tal vez convenza a quienes todavía son reticentes a zambullirse en su maravillosa prosa.
FRAGMENTO
Exactamente eso mismo que le decía ahora, con las mismas palabras, se lo había dicho otras veces en los sueños. Por eso el sonido de su propia voz le daba una sensación tan inquietante de irrealidad, no ya de estar en el interior de un sueño sino de otro mundo, no imaginario pero sí ajeno al mundo real y a su propia vida, la de todos estos años, la vida de América, ahora disipada, o dejada en suspenso, el trabajo febril de administrar dinero en cantidades colosales, su matrimonio, sus hijos, los nietos ahora, la malla tan tupida de sus relaciones y sus influencias, el apartamento en un edificio con librea en lo más restringido del Upper East Side, la casa sobre el Hudson, en la que ahora mismo estaría su violoncello dentro de su estuche, apoyado en una pared, cerca del atril donde había quedado abierta la partitura de la Suite n.º 1 de Bach con las minúsculas anotaciones a lápiz de Pau Casals: nada de todo eso, que le había importado tanto, que veía como congelado en espera de su regreso, nada sentía como suyo ahora mismo, porque nada de eso tenía ninguna conexión con Adriana Zuber ni con este momento en el que estaba frente a ella, en el que examinaba con amor incondicional, y con la misma atención codiciosa, los signos del tiempo y de la enfermedad y los de la perduración de la mujer joven de la que había estado enamorado, y a la que ahora tenía la oportunidad sagrada y el coraje de decirle lo que nunca le había dicho tan claramente en la realidad, pero sí con frecuencia en los sueños favorables en los que Adriana lo miraba sin recelo y lo escuchaba no solo con los oídos sino también con los ojos, como quien se fija mucho en los labios para descifrar las palabras que no puede oír.
(...)
Lejos de ella había dejado de ser quien era; había abolido la vida que le correspondía, la identidad suya que solo cristalizaba por contacto con ella, en virtud de su influencia apasionada y lúcida. No había fingido ser otro, con histrionismo americano, por tener una vida completa lejos de ella, en otro país y en otro idioma; desligado de ella, simplemente había sido otra persona, sin necesidad de disimulo, con toda convicción, intoxicado por los alicientes de la vanidad y del dinero, de la sensación de poderío, la embriaguez del ascenso social. Veía la vida de Adriana Zuber paralela a la suya, borrada abruptamente cuando dejaron de verse, restituida primero en la conversación de varias horas que había tenido en Nueva York con su hija, completada ahora, en la indudable realidad del encuentro, que sin embargo seguía teniendo una luz parecida a la de los sueños, como un punto de gasa en el aire.
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