VOLVER
A DÓNDE, Antonio
Muñoz Molina
Da igual que el texto que leamos no sea una novela. Basta
con deslizarse por el tobogán de la prosa perfecta de Antonio Muñoz Molina para
disfrutar de una grata experiencia lectora. Sin embargo, es cierto que uno
añora el embrujo narrativo que el escritor jienense exhibió en El jinete polaco, La noche de los tiempos o Tus
pasos en la escalera, pues la literatura de A. Muñoz Molina se ha centrado últimamente
en lo autobiográfico, los diarios y algún libro de raigambre ensayística, como Todo lo que era sólido. En esta línea se
inserta Volver a dónde, un diario
proustiano, en el que desde el presente inhóspito de la pandemia el autor
regresa una y otra vez a la infancia, en un intento de rememorar y comprender la
existencia rural de sus padres, una realidad y un tiempo que A. Muñoz Molina
homenajea por ser uno de los últimos testigos que pueden contarlo. Y son muchas
las maneras con las que el autor regresa a ese pasado no sólo para explicarlo,
sino para explicarse a sí mismo y para hacer, también, un ajuste de cuentas.
Una maceta con una minúscula tomatera que no prospera y los árboles del Jardín
Botánico de Madrid coadyuvan a que el autor se traslade a su infancia en Úbeda.
Nos cuenta sus lecturas (son
reiterados los elogios a Galdós), sus rutinas, sus trajines afectivos y
familiares, su admiración por las sonatas de Beethoven, sus paseos en bici por
un Madrid casi desierto… Desliza con claridad sus filias y sus fobias ante la
actitud que los ciudadanos y los políticos muestran en plena pandemia, y no
duda en expresar con claridad su posición política ni en defender una necesaria
conciencia cívica.
Podríamos abundar en muchos aspectos
ya conocidos sobre la excelencia literaria de la escritura de este autor
(originales son algunas adjetivaciones referidas a la “quietud arcádica” de las
horas primeras, o a esa “amplitud soviética” de las avenidas vacías, o la
“calma pastoral” de los días…), pero los lectores deben saber que la voz
narrativa que, a modo de diario, recorre todo el libro, en ocasiones puede
resultar excesiva y reiterativa.
Cuando pase el tiempo y alguien
quiera saber cómo fue el confinamiento ocasionado por la COVID-19, encontrará
en este libro un documento fehaciente y útil.
Sirva a modo de ejemplo la entrada 114.
“Ha amanecido un día atlántico, con un cielo de pizarra y una lluvia muy suave, tenue, inaudible, una lluvia que deja lunares de gotas sobre el polvo de los caminos del Retiro y desata todo el olor de la tierra mojándola apenas. Dentro del dormitorio estaba acumulado el calor de la noche, y el de los últimos días. Al abrir el balcón ha entrado de golpe una brisa fresca que despeja la casa y hasta la conciencia. Viene cargada de olores que estremecen la memoria, con la inmediatez y la pureza de un órgano sensorial que se alimenta en exclusiva de reacciones químicas. Está el olor del ozono en el aire, y el de ese polvo mojado pero no empapado que pisaré después cuando esté corriendo por los senderos del Retiro. El Retiro, esta mañana, es un parque de un país más al norte, de un país sosegado y lluvioso en el que la hierba crece con facilidad, los árboles alcanzan envergaduras como de catedrales botánicas y la política no es cainita ni corrupta, y los gobernantes no dicen «preveer» ni «preveyendo» en sus intervenciones públicas. He tenido que vencer la pereza de quedarme en la cama, y también el miedo a que arrecie la lluvia y me deje empapado en medio del parque. Pero he salido a la calle y los pulmones se ensanchaban para recibir bien hondo el aire limpio, y las piernas se movían con más ligereza, saltando sin esfuerzo sobre las suelas elásticas de las zapatillas, sobre la tierra de los senderos y de las avenidas flanqueadas de árboles, todo más desierto esta mañana, este lunes de agosto, en el que mucha gente que habría venido a pasear o correr se ha quedado en casa por miedo a la lluvia.
El polvo mojado y el olor de la tierra actúan como reactivos sobre la memoria. El polvo mojado es el del camino que yo bajaba cada mañana de verano hacia la huerta de mi padre. El olor a una materia vegetal muy seca que acaba de ser mojada es el de los barbechos de las hazas de trigo que fueron segadas en los primeros días del verano, en los que quedaban tallos secos y restos de espigas y de paja sobre la tierra; es el olor de los rastrojos el que viene hacia mí no desde un lugar cercano sino desde una lejanía de medio siglo mientras corro por el Retiro, el olor y la palabra misma, rastrojos, áspera como la realidad que nombra, los tallos secos que quedaban después de que se segaran con hoces los campos de cebada o de trigo”.
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